jueves, 2 de enero de 2025

Comienzos y finales

Siempre he pensado que 

hay algo único,

mágico y electrizante 

en los comienzos,

como si el Universo 

se detuviera 

por un instante,

permitiéndote respirar 

más profundo,

llenando todo de un aire 

diferente,

más fresco,

más lleno de promesas 

invisibles

que solo esperan 

ser descubiertas,

como si todo fuera 

nuevo y lleno 

de posibilidades. 


Es el olor de un libro nuevo,

el sonido de sus páginas al pasar

y cómo te van atrapando 

sus palabras,

como si estuvieras a punto

de entrar a un mundo 

completamente nuevo,

sumergiéndote en 

historias ajenas

que, por un momento, 

se sienten como si 

fueran propias.


Es cuando escuchas 

ese primer pedazo 

de una canción desconocida 

que te hace pensar 

“suena bien, suena bien”. 

Y te encuentras, 

en medio de un bar 

con pésima iluminación, 

buscando desesperadamente 

tu celular para 

poder shazamearla, 

porque parece tan perfecta, 

tan precisa, 

como si hubiera sido 

escrita para ti

y ahora no puedes 

dejarla escapar.


Es esa película 

que finalmente 

te animas a ver,

la que te recomendaron 

una y otra vez.

Y es la penumbra 

de una sala de cine,

en donde vas viendo 

la pantalla cobrar vida,

mientras descubres esa historia 

que alguien te juró 

que te cambiaría 

después de verla

y confirmas que sí,

que es aún mejor 

de lo que pensabas. 


Es el primer partido de temporada

de tu equipo favorito,

el diamante reluciendo bajo el sol,

el olor a pasto recién cortado 

y una cerveza bien fría.

El primer lanzamiento 

que rompe el aire,

ese momento antes de que 

el bate golpee la pelota,

cuando todo parece posible,

y sientes que cada bola podría ser 

la que te haga saltar del asiento.

Es la emoción compartida por la afición 

cuando alguien conecta un home run 

y la convicción de que cada jugada 

es crucial 

y puede marcar 

el camino hacia algo más grande.


Es el primer concierto al que vas 

de tu cantante favorito,

el momento en que su voz 

llena el espacio

y descubres que suena 

mil veces mejor en persona.

Es gritar a todo pulmón 

todas esas canciones 

que cantaste una y otra vez 

durante tanto tiempo,

esas que te arrepentiste 

después de compartir 

con alguien que no

supo valorarlas,

esas que te acompañaron 

durante la madrugada 

mientras tu corazón pesaba 

intentando olvidar

un amor que no pudo ser, 

esas que eran el mejor condimento 

mientras preparabas 

algún antojo en la cocina, 

bailando con la comodidad 

que te da el saber 

que nadie te está viendo, 

o esas dignas de conciertazos 

imperdibles en la regadera, 

aunque fueras 30 minutos tarde ya.

Y no puedes evitar sentir 

una plenitud inmensa, 

como si todo eso 

que habías escuchado antes 

cobrara vida de una forma 

que no podías imaginar.


Es viajar 

a un nuevo destino, 

perderte por 

calles desconocidas 

que te enseñan mucho más

de lo que un mapa 

podría prometerte.

Y encontrarte 

entre idiomas, 

aromas 

y paisajes

inimaginables,

comprobando una vez más 

que el mundo siempre es 

mucho más grande

y más hermoso 

de lo que crees. 


Es ese primer bocado 

de un platillo típico 

en un lugar lejos de casa.

Ese sabor único 

que parece un baile 

de especias 

y texturas

que te hace pensar:

“Esto no se parece 

a nada que haya probado antes,

y me encanta”.


Y es esa noche de fiesta 

que le pone la vara muy alta 

a todas las que vendrán.

Esa en la que vas con tus amigas 

de bar en bar 

y las horas pasan 

demasiado rápido.

Esa que comienza con risas, 

unas copitas de gin, 

uno que otro “¿de dónde son?”

y termina con bailes 

y cantos desincronizados 

a media calle, 

y un amanecer que 

llega inesperado

mientras se suben 

al metro de esa ciudad,

cruzando miradas con 

extraños que inician su día,

mientras ustedes no quieren 

que esa noche acabe nunca.


Es una amistad 

que comienza 

con una plática casual,

pero que conforme avanza, 

te hace descubrir 

un sinfín de similitudes.

Y esa conexión 

que no buscabas,

comienza a sentirse 

como si siempre hubiera estado ahí. 


Es mudarte 

a una ciudad nueva,

repleta de 

calles desconocidas,

el desafío de encontrar 

en este nuevo lugar 

un hogar,

y la emoción de saber 

que cada esquina

guarda algo que 

aún no has descubierto.

Conocer sus lugares 

poco concurridos,

encontrar tu nueva 

cafetería favorita,

y entender que, 

aunque ahora eres “extranjero”,

con el tiempo todo será 

más familiar.


Es la primera noche 

en tu nuevo departamento,

cuando todo se siente ajeno,

pero también 

lleno de posibilidades.

Los espacios vacíos 

que te susurran historias

que aún no has vivido,

y cada rincón que parece 

prometer una nueva aventura,

pero esta vez tuya 

y solo tuya.


Es la emoción 

de un nuevo trabajo,

ese primer día en el que 

el nerviosismo 

se siente en el estómago,

ese en el que te entregan 

un escritorio vacío

pero que inevitablemente 

te llena de preguntas:

¿estaré a la altura? 

¿qué esperarán de mí? 

¿será esto lo que había soñado?

Pero también sientes 

esa chispa de entusiasmo, 

porque algo dentro de ti 

te dice que todo 

está por descubrirse 

y que esto es 

solo el comienzo 

de algo importante.


Es el nerviosismo 

antes de una primera cita,

el cosquilleo en el estómago,

la esperanza que se mezcla 

con la incertidumbre,

y el entusiasmo que se combina 

con la ansiedad,

porque existe la posibilidad de que, 

solo por un instante, 

las piezas encajen perfectamente 

y esto sea el inicio de algo increíble,

pero también puede pasar 

que sea una cita fatal,

de esas que se convierten 

en una anécdota más

para contar a tus amigas

entre risas. 


Es ese primer beso,

torpe tal vez, 

o mágico,

pero que, 

por un instante, 

hace que todo lo demás 

desaparezca,

que el mundo 

se detenga,

como si todo se redujera 

a esa sensación,

a ese momento 

compartido entre tú 

y este otro ser,

dejándote con un cosquilleo 

en la punta de la lengua

y flotando en algo nuevo, 

poderoso e irreal.


Es el primer “te quiero” 

que dices de verdad, 

con voz baja 

y con miedo, 

sin saber si es lo correcto,

pero con el corazón 

en la mano,

como algo genuino, 

algo que no puede ocultarse,

sabiendo que,

pase lo que pase, 

ese momento 

será para siempre.


Y también 

es el primer “te voy a extrañar” 

que te dicen,

y sientes una mezcla 

de cariño y tristeza,

algo que te cala hondo 

y te rompe el alma un poco,

porque en ese momento 

la distancia que vendrá 

comienza a ser real

y no sabes 

cuándo volverás a ver 

a esa persona

que de cierta forma 

marcó tu vida.


Porque ese es el tema, 

los comienzos son 

solo una parte.

También están los finales.

Y aunque 

los tratemos de evitar,

a veces llegan 

sin previo aviso. 


Es cerrar 

la última página 

de ese libro 

que amaste tanto,

ese que te acompañó 

durante semanas,

sabiendo que 

probablemente 

no habrá otro 

igual de increíble

y quedándote 

con la sensación 

de que un pedacito de ti 

se va con él.


O ese final 

de una serie 

que te atrapó 

desde el primer episodio,

obligándote 

a aceptar que 

no habrá 

otra temporada

y a despedirte 

de personajes a los que, 

aunque ficticios,

les agarraste 

un cariño especial.


Es graduarte

y darte cuenta 

de que las caras

que viste a diario 

durante años

se irán 

desdibujando 

con el tiempo,

y aunque 

algunas conexiones 

seguirán,

muchas 

de esas personas 

quedarán

como un capítulo 

cerrado.


Es la distancia 

que se cuela 

entre una amistad

que alguna vez 

fue inseparable.

Cuando sabes 

que el camino 

se ha dividido

y no importa 

cuánto lo intentes,

el tiempo pasa, 

las circunstancias 

cambian

y ya no 

hay vuelta atrás.

Pero la vida sigue 

y solo queda 

agradecer todo 

lo que compartieron

y avanzar.


Es despedirte 

de un lugar 

al que algún día 

llamaste hogar,

ese espacio 

lleno de recuerdos,

donde cada esquina 

guarda momentos 

preciados

pero tan lejanos,

que, al irte,

no puedes evitar 

preguntarte

si esos recuerdos 

eran tuyos 

o de alguien más,

alguien que ya no eres.


Es dejar la ciudad 

donde creciste,

esa que conoces 

como la palma 

de tu mano,

pero que ahora 

se convierte en un lugar 

al que llegas de visita.

Y solo queda 

despedirte de 

los amigos con quienes 

compartiste 

tantos momentos,

de las calles 

donde aprendiste 

a caminar,

y de esa sensación 

de pertenecer plenamente 

a un lugar.


Es el adiós 

a alguien que amas,

cuando la vida decide 

que es momento de soltar.

Esa despedida 

en la que prometen 

mantenerse en contacto,

aunque ambos saben 

que no será así. 

Es ese último beso 

antes de que la puerta se cierre, 

que, aunque sincero,

es también 

el más doloroso 

porque algo dentro de ti 

sabe que todo 

ha terminado

y lo que vivieron juntos 

se quedará atrás. 


Es la pérdida 

de un ser querido,

cuando no existe 

consuelo suficiente 

que llene ese vacío.

Es darte cuenta 

de que ya no habrá 

nuevos recuerdos,

solo los que 

construyeron en vida.

Y si bien, 

los llevarás contigo 

como un tesoro,

no puedes evitar 

sentir que 

su realidad juntos 

se quedará estancada 

en ese lapso de tiempo 

y espacio 

antes de que partiera.


Es la última vez 

que ves a alguien,

sin saber 

que será la última.

Es un abrazo que, 

al principio, 

parece solo uno más,

pero luego,

el tiempo pasa 

y te das cuenta de que 

fue el último.

Y te quieres dar de topes

en la cabeza,

porque de haber sabido,

lo hubieras abrazado 

más fuerte.

Y, es también,

la última vez que 

escuchas su voz,

su risa,

sin saber que 

con el tiempo

 olvidarás cómo sonaba.


Y la verdad es 

que nunca sabes

cuándo vivirás algo 

por última vez.

El último drink 

en una noche que 

no querías que acabara,

La última canción

de tu concierto favorito,

el último home run 

de la temporada.

La última vez 

que caminas por un lugar 

que te era familiar.

El último intento

que termina en fracaso.

La última discusión,

la última reconciliación,

y no saber que lo fue 

hasta tiempo después. 

La última vez 

que haces a alguien 

reírse a carcajadas.

La última llamada 

antes de que la distancia 

se haga eterna.

El último “hasta luego” 

que termina siendo 

más bien

un “adiós”. 


Porque nadie tiene 

asegurado el mañana,

y quizá ahí radique 

la verdadera belleza 

de la vida:

aprender a disfrutar 

cada instante

como si fuera el último,

como si cada día fuera 

un regalo 

que no esperabas.


Y sobre todo,

entender que 

los comienzos 

y los finales 

no son opuestos,

sino parte de lo mismo.

Cada final, 

por más doloroso

que sea,

esconde el inicio 

de algo nuevo.

Y en cada comienzo, 

hay una promesa

de lo desconocido,

de todo lo que aún 

estás por descubrir.


Creo que,

al final del día,

la clave de la vida 

está en mantener 

la capacidad de asombro 

característica de un niño,

que se maravilla 

ante cada primera vez,

y equilibrarlo 

con la gratitud 

de alguien viejo,

que aprecia cada instante 

como si fuera el último,

sabiendo que 

probablemente 

lo sea.


Los finales 

te enseñan

a valorar 

lo que viviste:

una última risa,

un adiós que duele,

o un abrazo 

que quisieras 

que fuera eterno.

Y, aunque asusten,

siempre traen consigo 

la posibilidad

de nuevos caminos 

por recorrer.


La vida no es más que 

un círculo imperfecto,

donde lo único garantizado 

es este ahora.

Las puertas que se cierran,

lo hacen para que 

otras puedan abrirse.


Así que vive, 

ama y asómbrate.

Encuentra eternidad 

en lo efímero,

y aprende a abrazar 

cada comienzo

como una nueva

oportunidad

y cada final 

como un valioso

regalo.

Porque al final, 

lo importante

es seguir adelante,

con el corazón 

lleno de recuerdos 

de esos que 

no te estancan, 

sino que son motor.

Y con la esperanza de que,

en algún lugar del camino,

te espera algo aún más hermoso 

por descubrir.




— m.f. // De comienzos 
y finales

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