Siempre he pensado que
hay algo único,
mágico y electrizante
en los comienzos,
como si el Universo
se detuviera
por un instante,
permitiéndote respirar
más profundo,
llenando todo de un aire
diferente,
más fresco,
más lleno de promesas
invisibles
que solo esperan
ser descubiertas,
como si todo fuera
nuevo y lleno
de posibilidades.
Es el olor de un libro nuevo,
el sonido de sus páginas al pasar
y cómo te van atrapando
sus palabras,
como si estuvieras a punto
de entrar a un mundo
completamente nuevo,
sumergiéndote en
historias ajenas
que, por un momento,
se sienten como si
fueran propias.
Es cuando escuchas
ese primer pedazo
de una canción desconocida
que te hace pensar
“suena bien, suena bien”.
Y te encuentras,
en medio de un bar
con pésima iluminación,
buscando desesperadamente
tu celular para
poder shazamearla,
porque parece tan perfecta,
tan precisa,
como si hubiera sido
escrita para ti
y ahora no puedes
dejarla escapar.
Es esa película
que finalmente
te animas a ver,
la que te recomendaron
una y otra vez.
Y es la penumbra
de una sala de cine,
en donde vas viendo
la pantalla cobrar vida,
mientras descubres esa historia
que alguien te juró
que te cambiaría
después de verla
y confirmas que sí,
que es aún mejor
de lo que pensabas.
Es el primer partido de temporada
de tu equipo favorito,
el diamante reluciendo bajo el sol,
el olor a pasto recién cortado
y una cerveza bien fría.
El primer lanzamiento
que rompe el aire,
ese momento antes de que
el bate golpee la pelota,
cuando todo parece posible,
y sientes que cada bola podría ser
la que te haga saltar del asiento.
Es la emoción compartida por la afición
cuando alguien conecta un home run
y la convicción de que cada jugada
es crucial
y puede marcar
el camino hacia algo más grande.
Es el primer concierto al que vas
de tu cantante favorito,
el momento en que su voz
llena el espacio
y descubres que suena
mil veces mejor en persona.
Es gritar a todo pulmón
todas esas canciones
que cantaste una y otra vez
durante tanto tiempo,
esas que te arrepentiste
después de compartir
con alguien que no
supo valorarlas,
esas que te acompañaron
durante la madrugada
mientras tu corazón pesaba
intentando olvidar
un amor que no pudo ser,
esas que eran el mejor condimento
mientras preparabas
algún antojo en la cocina,
bailando con la comodidad
que te da el saber
que nadie te está viendo,
o esas dignas de conciertazos
imperdibles en la regadera,
aunque fueras 30 minutos tarde ya.
Y no puedes evitar sentir
una plenitud inmensa,
como si todo eso
que habías escuchado antes
cobrara vida de una forma
que no podías imaginar.
Es viajar
a un nuevo destino,
perderte por
calles desconocidas
que te enseñan mucho más
de lo que un mapa
podría prometerte.
Y encontrarte
entre idiomas,
aromas
y paisajes
inimaginables,
comprobando una vez más
que el mundo siempre es
mucho más grande
y más hermoso
de lo que crees.
Es ese primer bocado
de un platillo típico
en un lugar lejos de casa.
Ese sabor único
que parece un baile
de especias
y texturas
que te hace pensar:
“Esto no se parece
a nada que haya probado antes,
y me encanta”.
Y es esa noche de fiesta
que le pone la vara muy alta
a todas las que vendrán.
Esa en la que vas con tus amigas
de bar en bar
y las horas pasan
demasiado rápido.
Esa que comienza con risas,
unas copitas de gin,
uno que otro “¿de dónde son?”
y termina con bailes
y cantos desincronizados
a media calle,
y un amanecer que
llega inesperado
mientras se suben
al metro de esa ciudad,
cruzando miradas con
extraños que inician su día,
mientras ustedes no quieren
que esa noche acabe nunca.
Es una amistad
que comienza
con una plática casual,
pero que conforme avanza,
te hace descubrir
un sinfín de similitudes.
Y esa conexión
que no buscabas,
comienza a sentirse
como si siempre hubiera estado ahí.
Es mudarte
a una ciudad nueva,
repleta de
calles desconocidas,
el desafío de encontrar
en este nuevo lugar
un hogar,
y la emoción de saber
que cada esquina
guarda algo que
aún no has descubierto.
Conocer sus lugares
poco concurridos,
encontrar tu nueva
cafetería favorita,
y entender que,
aunque ahora eres “extranjero”,
con el tiempo todo será
más familiar.
Es la primera noche
en tu nuevo departamento,
cuando todo se siente ajeno,
pero también
lleno de posibilidades.
Los espacios vacíos
que te susurran historias
que aún no has vivido,
y cada rincón que parece
prometer una nueva aventura,
pero esta vez tuya
y solo tuya.
Es la emoción
de un nuevo trabajo,
ese primer día en el que
el nerviosismo
se siente en el estómago,
ese en el que te entregan
un escritorio vacío
pero que inevitablemente
te llena de preguntas:
¿estaré a la altura?
¿qué esperarán de mí?
¿será esto lo que había soñado?
Pero también sientes
esa chispa de entusiasmo,
porque algo dentro de ti
te dice que todo
está por descubrirse
y que esto es
solo el comienzo
de algo importante.
Es el nerviosismo
antes de una primera cita,
el cosquilleo en el estómago,
la esperanza que se mezcla
con la incertidumbre,
y el entusiasmo que se combina
con la ansiedad,
porque existe la posibilidad de que,
solo por un instante,
las piezas encajen perfectamente
y esto sea el inicio de algo increíble,
pero también puede pasar
que sea una cita fatal,
de esas que se convierten
en una anécdota más
para contar a tus amigas
entre risas.
Es ese primer beso,
torpe tal vez,
o mágico,
pero que,
por un instante,
hace que todo lo demás
desaparezca,
que el mundo
se detenga,
como si todo se redujera
a esa sensación,
a ese momento
compartido entre tú
y este otro ser,
dejándote con un cosquilleo
en la punta de la lengua
y flotando en algo nuevo,
poderoso e irreal.
Es el primer “te quiero”
que dices de verdad,
con voz baja
y con miedo,
sin saber si es lo correcto,
pero con el corazón
en la mano,
como algo genuino,
algo que no puede ocultarse,
sabiendo que,
pase lo que pase,
ese momento
será para siempre.
Y también
es el primer “te voy a extrañar”
que te dicen,
y sientes una mezcla
de cariño y tristeza,
algo que te cala hondo
y te rompe el alma un poco,
porque en ese momento
la distancia que vendrá
comienza a ser real
y no sabes
cuándo volverás a ver
a esa persona
que de cierta forma
marcó tu vida.
Porque ese es el tema,
los comienzos son
solo una parte.
También están los finales.
Y aunque
los tratemos de evitar,
a veces llegan
sin previo aviso.
Es cerrar
la última página
de ese libro
que amaste tanto,
ese que te acompañó
durante semanas,
sabiendo que
probablemente
no habrá otro
igual de increíble
y quedándote
con la sensación
de que un pedacito de ti
se va con él.
O ese final
de una serie
que te atrapó
desde el primer episodio,
obligándote
a aceptar que
no habrá
otra temporada
y a despedirte
de personajes a los que,
aunque ficticios,
les agarraste
un cariño especial.
Es graduarte
y darte cuenta
de que las caras
que viste a diario
durante años
se irán
desdibujando
con el tiempo,
y aunque
algunas conexiones
seguirán,
muchas
de esas personas
quedarán
como un capítulo
cerrado.
Es la distancia
que se cuela
entre una amistad
que alguna vez
fue inseparable.
Cuando sabes
que el camino
se ha dividido
y no importa
cuánto lo intentes,
el tiempo pasa,
las circunstancias
cambian
y ya no
hay vuelta atrás.
Pero la vida sigue
y solo queda
agradecer todo
lo que compartieron
y avanzar.
Es despedirte
de un lugar
al que algún día
llamaste hogar,
ese espacio
lleno de recuerdos,
donde cada esquina
guarda momentos
preciados
pero tan lejanos,
que, al irte,
no puedes evitar
preguntarte
si esos recuerdos
eran tuyos
o de alguien más,
alguien que ya no eres.
Es dejar la ciudad
donde creciste,
esa que conoces
como la palma
de tu mano,
pero que ahora
se convierte en un lugar
al que llegas de visita.
Y solo queda
despedirte de
los amigos con quienes
compartiste
tantos momentos,
de las calles
donde aprendiste
a caminar,
y de esa sensación
de pertenecer plenamente
a un lugar.
Es el adiós
a alguien que amas,
cuando la vida decide
que es momento de soltar.
Esa despedida
en la que prometen
mantenerse en contacto,
aunque ambos saben
que no será así.
Es ese último beso
antes de que la puerta se cierre,
que, aunque sincero,
es también
el más doloroso
porque algo dentro de ti
sabe que todo
ha terminado
y lo que vivieron juntos
se quedará atrás.
Es la pérdida
de un ser querido,
cuando no existe
consuelo suficiente
que llene ese vacío.
Es darte cuenta
de que ya no habrá
nuevos recuerdos,
solo los que
construyeron en vida.
Y si bien,
los llevarás contigo
como un tesoro,
no puedes evitar
sentir que
su realidad juntos
se quedará estancada
en ese lapso de tiempo
y espacio
antes de que partiera.
Es la última vez
que ves a alguien,
sin saber
que será la última.
Es un abrazo que,
al principio,
parece solo uno más,
pero luego,
el tiempo pasa
y te das cuenta de que
fue el último.
Y te quieres dar de topes
en la cabeza,
porque de haber sabido,
lo hubieras abrazado
más fuerte.
Y, es también,
la última vez que
escuchas su voz,
su risa,
sin saber que
con el tiempo
olvidarás cómo sonaba.
Y la verdad es
que nunca sabes
cuándo vivirás algo
por última vez.
El último drink
en una noche que
no querías que acabara,
La última canción
de tu concierto favorito,
el último home run
de la temporada.
La última vez
que caminas por un lugar
que te era familiar.
El último intento
que termina en fracaso.
La última discusión,
la última reconciliación,
y no saber que lo fue
hasta tiempo después.
La última vez
que haces a alguien
reírse a carcajadas.
La última llamada
antes de que la distancia
se haga eterna.
El último “hasta luego”
que termina siendo
más bien
un “adiós”.
Porque nadie tiene
asegurado el mañana,
y quizá ahí radique
la verdadera belleza
de la vida:
aprender a disfrutar
cada instante
como si fuera el último,
como si cada día fuera
un regalo
que no esperabas.
Y sobre todo,
entender que
los comienzos
y los finales
no son opuestos,
sino parte de lo mismo.
Cada final,
por más doloroso
que sea,
esconde el inicio
de algo nuevo.
Y en cada comienzo,
hay una promesa
de lo desconocido,
de todo lo que aún
estás por descubrir.
Creo que,
al final del día,
la clave de la vida
está en mantener
la capacidad de asombro
característica de un niño,
que se maravilla
ante cada primera vez,
y equilibrarlo
con la gratitud
de alguien viejo,
que aprecia cada instante
como si fuera el último,
sabiendo que
probablemente
lo sea.
Los finales
te enseñan
a valorar
lo que viviste:
una última risa,
un adiós que duele,
o un abrazo
que quisieras
que fuera eterno.
Y, aunque asusten,
siempre traen consigo
la posibilidad
de nuevos caminos
por recorrer.
La vida no es más que
un círculo imperfecto,
donde lo único garantizado
es este ahora.
Las puertas que se cierran,
lo hacen para que
otras puedan abrirse.
Así que vive,
ama y asómbrate.
Encuentra eternidad
en lo efímero,
y aprende a abrazar
cada comienzo
como una nueva
oportunidad
y cada final
como un valioso
regalo.
Porque al final,
lo importante
es seguir adelante,
con el corazón
lleno de recuerdos
de esos que
no te estancan,
sino que son motor.
Y con la esperanza de que,
en algún lugar del camino,
te espera algo aún más hermoso
por descubrir.
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