Conocí a alguien
(por segunda vez).
Pero, esta vez, todo se sintió bien.
Desde que reconectamos,
algo dentro de mí comenzó a hacer sentido
de una forma tranquila, pero profunda.
Me da paz.
Una paz que no viene de la ausencia de complicaciones,
sino de la aceptación plena de lo que fuimos,
de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.
Su voz no ahoga el ruido del mundo,
pero lo transforma en algo suave,
liviano, manejable y lejano.
Es como si el caos supiera que aquí no tiene espacio,
como si todo hubiera encontrado su ritmo natural,
sin que tuviéramos que empujar o forzar nada.
Su risa tiene la capacidad de calmar la estática de mi mente,
transformando lo que parecía confuso y pesado en algo ligero.
Tiene esa calma que me hace sentir que todo encaja,
que no necesito ser más de lo que soy.
Me da tranquilidad.
Pero no porque me haga falta,
sino porque llega como un reflejo de lo que ya soy,
como si al mirarlo viera todo lo que alguna vez soñé para mí,
todo lo que me prometí encontrar
cuando aprendiera a amarme primero.
Y creo que en esas estamos.
Nunca antes había experimentado un amor así,
tan puro, tan genuino, tan inocente.
Sin juegos, sin dudas, sin prisas,
sin la sombra de lo que pudo ser con alguien más.
Es un amor que fluye con naturalidad.
Un amor que no empuja, que no jala, que no estanca,
que no nace de la urgencia,
ni de la carencia, ni de la necesidad.
Sino de la elección consciente de estar,
de la certeza de que no necesitamos salvarnos,
pero qué bonito es impulsarnos.
Es un amor que me acepta tal como soy,
que me da espacio para crecer a mi propio ritmo,
sin exigencias ni condiciones.
No pretende cambiarme.
Me deja ser, me deja descubrirme
y reinventarme bajo mis propios términos.
No espera que yo encaje en una versión de mí que no existe,
no intenta moldearme a sus expectativas,
me recibe en todas mis formas,
en todos mis procesos.
No viene a darme respuestas,
sino a acompañarme mientras las encuentro por mí misma.
No pretende apresurar nada ni forzarme en ninguna dirección.
Se siente como si hubiera sido destinado a llegar,
como si los caminos de ambos se hubieran
reencontrado en el momento perfecto,
cuando estábamos listos para elegirnos.
Y eso, precisamente, es lo que más me llena.
El saber que lo que compartimos no nace
de la necesidad de tener a alguien,
sino de la simple elección de estar juntos porque sí,
porque se siente bien,
porque queremos estar el uno con el otro
sin más razones que las que nos nacen del corazón.
Nunca antes me había permitido amar desde esta plenitud.
Es como si mi relación conmigo misma se hubiera consolidado
de una manera tan clara que ahora puedo compartir esa paz con él.
Nos elegimos todos los días, sin miedos, ni dudas, ni reservas,
porque sabemos lo que significa sentirnos
completos dentro de lo que somos
y de lo que representamos el uno para el otro.
Y no, esto no significa que todo sea perfecto para mí.
Aún tengo mis días malos.
Días en que las horas parecen no terminar.
Días en los que la nostalgia llega y se instala sin avisar
o en los que la vida parece exigirme más de lo que puedo dar.
Pero con él, esos días se hacen más llevaderos.
Incluso en esos momentos,
encuentra la manera de sumarme,
de hacerme sentir que no estoy sola.
No es que cambie lo que no se puede cambiar,
sino que simplemente con su presencia,
el peso de esos días parece aligerarse.
Y me recuerda que no todo es gris,
que siempre hay algo por lo que vale la pena sonreír,
que todo tiene un propósito,
incluso cuando las horas pesan un poco más.
Y, de una u otra forma,
me reitera que, aunque siga teniendo días difíciles,
ahora estoy acompañada.
Algo que amo es que nos reflejamos en lo que realmente importa,
en lo que da sentido a nuestras vidas.
Nuestros valores, nuestra forma de ver el mundo,
nuestros sueños, nuestras creencias,
lo que nos acerca a nuestra humanidad.
Pero, a la vez, nos complementamos en las diferencias.
Lo que él tiene y yo no, lo que yo tengo y él no,
se convierte en lo que nos hace crecer,
lo que nos hace aprender del otro,
sin perder lo que somos por separado.
Es como si hubiéramos crecido en caminos distintos
pero con la misma brújula, dirigiéndonos al mismo destino.
Esas diferencias no nos separan, nos unen.
Nos permiten ser más grandes de lo que ya éramos,
sin perder nuestra propia esencia.
Nos completamos, nos reflejamos,
pero también nos retamos,
porque somos lo suficientemente valientes
como para ser quienes somos,
sin miedo a las diferencias.
Y, por supuesto,
también nos inspiramos,
nos aplaudimos
y nos admiramos mutuamente.
Me encanta escucharlo hablar sobre la vida,
la forma en la que ve el mundo,
su perspectiva, su claridad, su perseverancia,
su determinación, sus ganas.
Amo como le ve el lado bueno a las cosas.
Su enfoque me impulsa a ser mejor,
a ver el mundo desde otro ángulo,
a mirar más allá de lo evidente.
Y yo sé que él también siente lo mismo por mí.
Nos ayudamos a crecer, a ser mejores el uno para el otro,
y eso me llena de una felicidad profunda.
Me muero por vivir esta aventura con él,
por acompañarlo en su viaje,
por ser parte de sus sueños,
que se convierta en parte de los míos
y, con el tiempo, crear los nuestros.
Porque sé que esto puede trascender.
Porque nunca me ha hecho cuestionar el lugar que tengo en su vida,
porque en todo momento, me elige,
como yo lo elijo a él.
No hay inseguridad,
ni hueco para la incertidumbre.
Me da la seguridad de saber que estoy donde quiero estar,
con quien quiero estar.
Y sé que lo que tenemos es único,
que la mayoría de la gente muere
sin haber experimentado algo tan puro,
tan perfecto,
como un tesoro que encontramos
y que cuidaremos,
porque es tan valioso que sé que ninguno
de los dos estaría dispuesto a perderlo.
Y lo más bonito de todo es que me acerca más a mí.
A mi esencia, a mi plenitud, a mi destino,
a la mejor versión de mí misma.
Y yo lo acerco más a él,
a su propia verdad, a su propio camino, a su propósito,
a esa parte de él que también estaba esperando ser descubierta.
Es un amor sin miedo,
sin ese peso de los errores pasados,
sin la angustia de tener que aferrarte a él
porque sientes que se te va.
No hay ninguna ansiedad
disfrazada de interés,
ni dependencia envuelta de promesas.
Es sencillo.
Es ligero.
Pero también es profundo.
Y eso lo hace más especial.
Lo que compartimos se ha vuelto algo tan
maravilloso porque no hay presiones,
ni expectativas que no podamos cumplir.
Es un amor que se mantiene firme en su núcleo
pero que va creciendo y echando raíz en cada rincón de nuestras vidas.
Se siente como haber llegado a un lugar
que no sabía que estaba buscando,
como encontrar algo que no necesitaba,
pero que ahora no imagino no tener.
Es una experiencia nueva,
una certeza que no pide explicaciones,
una historia que se desenvuelve a su propio ritmo,
sin prisa, sin presión, sin miedo a lo que sigue.
Algo que elijo, algo que elijo todos los días.
Lo elijo porque lo que compartimos no se puede encasillar en palabras.
Es un amor que no necesita ser nada más que lo que ya es: puro, sincero, transformador y real.
Y por esto, a cada paso, me sigue sorprendiendo lo bien que encajamos,
cómo nos encontramos siempre en el mismo lugar,
en la misma dirección, con la misma claridad.
Quiero que esto siga siendo así.
Porque cada día a su lado es una nueva oportunidad para descubrirnos más,
para seguir creciendo, para vivir lo que solo nosotros entendemos.
Y eso que compartimos, es una bendición.
Es lo más hermoso que he encontrado.
Es un regalo que quiero cuidar...
simplemente, es un amor que quiero seguir eligiendo siempre.
Y pues nada,
en pocas palabras,
me gusta un poco (mucho) más mi vida desde que está en ella.
No sé qué vaya a pasar,
no sé qué nos deparará el futuro,
pero, en este momento de mi vida,
lo que más quiero en el mundo es que funcione.
Quiero que sí.
Quiero que él.
Quiero que se nos dé.