Viví todas las guerras a su lado.
Las peleé, las perdí.
Y él siempre estuvo ahí para darme un abrazo,
para reparar mi sonrisa
y recoger los pedazos rotos del piso.
Le decía "ven" y lo dejaba todo por mí.
Se acostaba conmigo en el suelo cuando me caía.
Y me abrazaba por la espalda
antes de darme un beso de buenas noches.
La luna lo supo,
supo de nuestro amor.
Y de todas y cada una de las veces que nos desvelamos
con la felicidad de la mano
y que le rompimos las rodillas al tiempo
para después salir corriendo
en busca de aquel amanecer
que tanto nos gustó desde el principio.
Encontré a quien buscaba con tanta desesperación
a punto de darme por vencida,
mientras no podía dejar de mirar al vacío como una loca.
Y de eso último no me queda la menor duda de que lo estaba.
Aquella noche no fueron las estrellas las que brillaron,
fue él.
Era simplemente él,
demasiado triste algunas veces
y exageradamente feliz otras.
Dicen que sólo las personas rotas brillan por las noches.
Tenía voz de canción
y mirada de película.
Podía domar a cualquier león
y era capaz de despertar ese mar violento que llevo dentro.
Era ese lugar en el podía ser feliz sin mucho,
aunque a veces dirigiera la mirada al punto infinito de la nada.
Teníamos mil teorías que contarnos,
mil metáforas que explicarnos,
mil insomnios que sufrir juntos,
mil secretos que guardar hasta la tumba,
mil sonrisas que desempolvar,
mil lágrimas que derramar,
mil recuerdos,
mil risas,
mil escalofríos,
mil inviernos
que ahora guardo en un cajón.
Insoportablemente perfecto,
imperfectamente feliz,
exageradamente loco,
simplemente él.
Lo quise con todo,
hasta con sus espinas.
Y ahora no puedo dejar de sentir
que las tengo clavadas por todo el cuerpo.
— m.f. // Espinas
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