Anoche quise escribirte. Pero ya era demasiado tarde. Sabía que seguramente no me contestarías. Pero necesitaba saber qué era de ti, cómo estabas. Recordé las noches en las que simplemente lo hacía sin pensarlo tanto. Pero las cosas cambiaron entre nosotros. Ahora todo es diferente.
Finalmente decidí hacerlo. No te sorprenderías porque ya me conoces. Sabes lo espontánea y directa que soy. Pero mientras escribía el mensaje, pensé que ya no tenía ese derecho. Que ya no podía escribirte en la madrugada sólo para decirte que te extraño. Que tus sueños ya no me pertenecían como para poder interrumpirlos. Que no estaba bien quitarte horas de sueño sólo por un capricho de mi corazón. De mi terco y necio corazón.
Anoche quise escribirte. Dibujar una sonrisa en tu rostro y tal vez, sólo tal vez, alegrarte el día. Pero entre la razón y mi conciencia, no me dejaron hacerlo.
Para controlar mis impulsos y satisfacer mis caprichos, decidí revivir todos mis recuerdos. Me paré de la cama y encendí la luz. Agarré esa caja de recuerdos que guardo en la parte más alta de mi armario y fue como un viaje en el tiempo. Había fotos, tantas que era imposible contarlas, cartas de mis amigas, regalos de amores pasados y tú. Sí, tú estabas en esa pequeña caja. Estaban tus sonrisas regadas por todos lados y el botón de tu camisa que se atoró en mi cabello aquella vez. Estaba esa foto que te tomé mientras creías que estaba jugando con mi celular y todas las fotos ridículas que nos tomamos en cabinas de eventos a los que fuimos obligados a ir. Estaban todos los tickets de películas y conciertos a los que fuimos, de hecho, abarcaban gran parte de la caja. También estaban las cartas con las que me hiciste todos esos trucos de magia y la flor que me hiciste utilizando un cigarro.
Luego miré alrededor y me levanté completamente sorprendida. No sólo estabas en esa caja. Estabas regado por toda mi habitación.
Encontré tus miradas acostadas en mi cama y tus cosquillas en el suelo, junto a mí. Encontré tus sueños en mi almohada y tus palabras rebotando en las paredes. Encontré el eco de tu risa en mi espejo y tus besos aún persiguiéndome en el armario.
Estaban todas las sudaderas que me regalaste y la corbata que olvidaste esa noche en mi casa. El listón que amarraste en mi muñeca el día que nos conocimos estaba colgado en el borde de mi cama, recordándome que los sueños se pueden hacer realidad y que la ficción a veces puede ser real.
El boleto de esa vez que pensaste que un viaje de cuatro horas a una ciudad que ninguno de los dos conocía era la idea perfecta, estaba encima de mi cartelera de corcho. En esa zona reservada para mis lugares favoritos y a los que me gustaría regresar.
Todas las notitas, cartas y dibujos que me dabas cuando estábamos rodeados de gente y cuando estábamos solos, estaban comprimidas en el fondo de la caja. Recordándome que alguna vez me dijiste que lo hacías porque tus sentimientos eran demasiado reales y sinceros como para decirlos en voz alta y que jamás los recordara, que de esta forma cuando quisiera estarían ahí para mí.
Guardé el reloj roto que me diste cuando me dijiste que conmigo se detenía el tiempo y que por eso seríamos eternos. También estaba esa hoja de árbol que se atoró en mi suéter la primera vez que nos besamos y el anillo de dulce que me diste cuando entre risas y bromas me aseguraste que nos casaríamos.
Encontré los secretos que nunca te conté, el curita que me diste cuando te conté que me habían roto el corazón muchas veces y las pilas que me lanzaste cuando te dije que ya no podía más.
Amontoné en un rincón tus abrazos por las noches y tus besos de buenos días. Tus canciones y tus risas. Tus enojos y tus caricias.
Por último estaba el mapa que me diste para que eligiera donde me quería perder contigo y el boomerang que venía con la promesa de siempre regresar a mí.
Mi cuarto se llenó de palabras no dichas, pero entendidas. De sentimientos no expresados, pero sentidos. De abrazos no al cuerpo, sino al alma. Y con un extraño sentimiento que se parecía demasiado a la felicidad y a la aceptación.
Sí, anoche quise escribirte. Pero no dejaba de sonreír y de pensar lo ilógico que es que haya guardado tanto de ti y tú ni siquiera estés aquí. Así que con una sonrisa estúpida en la cara, sentada ahí con tantos recuerdos y mi cuarto en completo desorden, me fui con los ojos entrecerrados a ese lugar donde todavía disfruto de tus abrazos y te robo besos. A ese lugar donde somos eternos.
m.f. // De sueños e insomnios
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