viernes, 20 de diciembre de 2024

El peso de quedarse, la libertad de irse

 

En el rincón menos esperado y sin siquiera buscarlo, dos almas se encontraron una noche de verano.

Sus miradas se cruzaron, e inmediatamente tejieron una conexión que parecía la continuación de una historia de otra era, con hilos que debían provenir de otro mundo - de otra galaxia.

Pero en su travesía, se detuvieron para descubrir que el universo mentía - mientras una soñaba, el otro dormía.

Había amor, mucho amor… pero también un abismo enorme, una brecha que ninguno de los dos sabía cómo cerrar - y que crecía y crecía con cada día que pasaba.

“Te amo”, ella decía, “pero mi alma grita, hay un fuego en mi pecho que simplemente no se limita y no me deja estar tranquila”.

Él respondía: “Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? ¿qué más necesitas? ¿no es suficiente esta calma, esta paz? El amor que nos tenemos nos sostiene, no necesitamos nada más. Quédate conmigo, no busques más allá”.

Y, sin darle tantas vueltas, ella pensó que tal vez él tenía razón. Al final del día, ¿no era el amor lo más importante? ¿lo que muchas personas pasan toda su vida buscando? ¿no valía la pena frenar, anclar sus sueños y bajar su velocidad con tal de vivir la calidez de su compañía?

Pues durante mucho tiempo así fue, caminaron de la mano, al mismo ritmo. Soñaron juntos, se acompañaron en sus pasos - y en sus tropiezos, siguiendo el mismo horizonte. Hubo risas, planes y una sensación de estar construyendo algo sólido, algo real, algo con sentido. Pero con el tiempo, algo cambió. Ella comenzó a moverse más rápido, no porque quisiera dejarlo atrás, ni porque quisiera huir de él, sino porque la vida la llamaba a avanzar, a descubrirse y a retarse de maneras que no podía seguir ignorando.

Pero cada paso que ella daba hacia adelante, él la sujetaba con delicadeza. Una delicadeza que casi rozaba el territorio del miedo. Ese miedo que lo invadía, sabiendo que cualquier paso en falso podría afectar esos patrones del universo que los mantenían unidos. Ese miedo de que el amor que existía entre ellos se desdibujara si avanzaban demasiado rápido. Ese miedo de soltarla y - perderla.

Y ella, ella quería seguir volando, pero sentía el peso de su mano, su voz pidiéndole que se quedara, que no arriesgara tanto, que lo que tenían era suficiente. Su-fi-cien-te…

Y así, pasó el tiempo. Pero desde su ventana, ella todas las noches miraba el cielo. Y con hambre de estrellas, soñaba con conquistar cada rincón que su mente imaginaba y descubrir lo que podía llegar a ser, si realmente se daba la oportunidad. Su corazón latía al ritmo de lo desconocido, de los retos, de los cambios, de las promesas que el futuro le susurraba y de las infinitas posibilidades que la vida tenía reservadas para ella, si simplemente se atrevía.

Ella quería que él la acompañara, que se sumara a esa aventura, que juntos pudieran crecer y descubrir nuevas versiones de sí mismos, impulsándose mutuamente a ser mejores cada día.

Pero él no quiso - o no pudo hacerlo.

Él buscaba raíces, atado a sus huellas y a un pasado profundo - y lejano, se sentía cómodo en su ritmo, en lo que ya conocía. Valoraba su zona de calma, su quietud. Amaba su lugar, su rutina, la estabilidad que trae todo eso que no cambia - aunque probablemente necesite cambio.

Ella trató de frenarse, de ajustar su paso para coincidir con el de él, pero en el fondo sentía que quedarse significaba renunciar a todo lo que anhelaba.

Y al final de cuentas, su amor era un refugio, un hogar que construyeron juntos, lleno de magia, planes y sueños. Sueños compartidos que, por mucho tiempo, fueron suficiente para ambos. Era cálido, seguro, cercano, repleto de recuerdos, de risas, de chistes locales y de bailes en la cocina. Todo lo que mucha gente muere sin haber experimentado.

Pero, con el tiempo, las risas se convirtieron en discusiones, las discusiones en gritos - y los gritos en silencio. Ese silencio que aparece después de intentar ser escuchada tantas veces – sin éxito. Ella trató de explicarle cómo se sentía, qué necesitaba. Le habló, una y otra vez, expresando su inconformidad, sus miedos, su dolor, su infelicidad. Le pidió que la escuchara, que la entendiera, que mirara lo que estaba pasando… que avanzara con ella, que cambiaran juntos antes de que todo se derrumbara.

Pero él no lo hizo, y cuando finalmente decidió intentarlo, ya era tarde - el desgaste ya era irreversible. Cuando finalmente decidió actuar, lo que alguna vez habían compartido, ya se había desvanecido. Lo que alguna vez los había unido, ya se había fracturado… y el amor que tenían el uno por el otro - tristemente, ya no era suficiente para reconstruir tanta ruina.

Y ese hogar que algún día construyeron juntos, que tanto habían soñado - comenzó a pesarles. Y se dieron cuenta de que en lo profundo de sus cimientos había algo que ninguno de los dos podía ignorar.

Ella tenía un matiz enorme de sombras y miedos. Venía de un hogar roto, de relaciones que le habían enseñado a protegerse demasiado, a construir muros en lugar de puentes, a desconfiar de los “para siempre”. A veces no sabía cómo amarlo correctamente y aunque quería aprender con todas sus fuerzas… tenía tantas áreas de oportunidad, tantas heridas que sanar, tantos errores que había cometido por miedo, por orgullo, o simplemente por no saber hacerlo mejor.

Él cargaba con fantasmas del pasado que se negaban a soltarse. Vicios heredados, traumas nunca hablados, heridas mal cerradas y un peso que, aunque él intentaba esconder, siempre estaba ahí, haciéndola de mal tercio. Un peso que no los dejaba avanzar ni construir algo para ellos.

Ella intentó ayudarlo, apoyarlo, ser un lugar seguro para él. Trató de equilibrar la carga – incluso de sostenerlos a ambos. Pero, con el tiempo comprendió que no podía salvarlo, no podía seguir luchando por los dos. Solo él podía liberarse de esas cadenas, y aunque lo amaba, no podía quedarse atrapada junto a él, esperando a que eso sucediera.

Y entonces, ese hogar que tanto habían soñado y que si bien, seguía siendo un lugar hermoso, lleno de recuerdos y promesas por cumplir, para ella dejó de ser un lugar en donde crecer. Ya no era un espacio en donde ella pudiera florecer, sino uno en donde sentía que se marchitaba lentamente. Ese hogar, tan especial para ambos - se volvió poco a poco en uno inhabitable para ella.

Y no, no era culpa de él ni de su amor. Simplemente, los pesos que él cargaba, también la detenían a ella. Su alma anhelaba algo más, algo que no podía encontrar quedándose. Lo que él veía como estabilidad y seguridad, ella lo empezó a sentir como una prisión. Cada esquina, cada escalón, cada cuarto, se convirtió en un ancla que la detenía, que la hacía sentirse más pequeña, más estancada.

Y fue así como la respuesta llegó con una claridad que le dolió más de lo que se imaginaba: “Te amo, pero me pierdo a mí misma en cada segundo que me quedo… mi alma me exige algo más grande”. Supo entonces que su hogar ya no era ahí. Y que el amor que se tenían, aunque fuera inmenso, no bastaba. De amor no se vive y cuando el alma se siente encerrada, absolutamente todo lo demás se desgasta.

Ya sabía lo que tenía que hacer, pero la simple idea de irse, de alejarse de él, era inimaginable. Durante - lo que se sintió como una eternidad, luchó contra sus propios pensamientos, lloró en silencio, y se cuestionó si de verdad podría soportar una vida sin él. Simplemente el hecho de pensar en un futuro donde él no estuviera - le rompía el corazón.

Pero sabía, en lo más profundo de su ser, que quedarse, aunque fuera por amor, no era justo y que significaría traicionarse a sí misma - una vez más. Se dio cuenta de que permanecer significaría apagar su propia luz. Que el amor no debía ser un ancla, ni cadena, ni prisión… sino un viento a favor, algo que te impulsara a ser más, no menos. Comprendió que no podía detenerse y que para avanzar debía elegirse a ella misma, incluso si eso dolía.

Así que lo soltó. Con lágrimas en los ojos y con una profunda tristeza en el corazón, decidió que debía irse…

Y mientras tomaba camino, la invadió un ligero hormigueo de emoción y esperanza, porque por primera vez en mucho tiempo, sintió que tenía espacio para poder aprender a estar sola, para conocerse plenamente… sin límites, sin expectativas, sin exigencias. Sabiendo que merecía - y no solo merecía, sino que se debía a sí misma el descubrir hasta dónde podía llegar.

Porque avanzar era más que simplemente dejar atrás - era la oportunidad de perderse para encontrarse. No porque quisiera huir de él, sino porque quería ser más de lo que ya era. No porque dejara de amarlo, sino porque amarlo no era suficiente si no sabía amarse a ella misma. No porque quisiera olvidar, sino porque necesitaba el espacio para atender sus propias necesidades, llenar sus propios vacíos, enfrentar sus propios fantasmas, superar sus propios miedos, soltar sus propios pesos y - sobre todo, entender quién era y quién quería llegar a ser, sin depender de él ni de nadie más.

Necesitaba avanzar, sanar, aprender, crecer, evolucionar y descubrir cómo ser su mejor versión, y eso solo podía hacerlo desde su soledad.

Y sí, el amor seguía ahí… pero indudablemente, ese ya no era el amor que ambos merecían.

Entonces, entre lágrimas dulces - no saladas, se dijeron adiós.

Ella partió con su fuego encendido. Entendiendo que, aunque lo amaba, primero tenía que elegirse a sí misma.

Él se quedó en su mundo. Firme en el lugar que siempre quiso habitar… aunque algo perdido, dolido e inconforme con la decisión que sentía que - tal vez, alguien más había tomado por él.

Ella lo miró por última vez y deseó - con todo su corazón, que él encontrara la paz que necesitaba, que pudiera sanar y descubrir lo que realmente lo llenara. Que ese mundo que inconsciente o conscientemente había elegido tantas veces, le trajera de verdad el amor que merecía. Que encontrara la fuerza para dejar atrás sus pesos, que pudiera sanar sus heridas y vivir plenamente, aprendiendo a ser feliz - aunque fuera sin ella.

Y entendió que lo que tuvieron había sido simplemente maravilloso, y que lo llevaría con ella siempre. Así como la intención de cambiar, de mejorar, de ser alguien que pueda amar sin miedos ni ataduras.

Y si bien, la historia con él se había convertido en uno de esos capítulos tan buenos que te cuesta pasar de página - ahora era tiempo de seguir por caminos distintos.


Todavía le gusta pensar que, al despedirse, ambos entendieron que - aunque se amaron profundamente, el amor no siempre significa caminar juntos. Y que a veces no es suficiente para sostenerlo todo. Que a veces no significa aferrarse, sino dejar ir con gratitud y esperanza.

Que dejar ir, aunque sea lo más difícil, también puede ser un acto de amor. Porque soltar no siempre significa rendirse, ni avanzar es un acto de egoísmo, sino de fe en que ambos merecían crecer y reconstruirse - aunque fuera por separado.

Y entender que, en esa decisión - aunque sea dolorosa, hay algo profundamente hermoso: el deseo de que cada uno florezca, a su propio ritmo, a su propia manera, sin los pesos que los mantenían unidos y felices (a medias), pero estancados.

— m.f. // El peso de quedarse, 
la libertad de irse.



 

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