lunes, 30 de diciembre de 2024

Entre el caos y las cenizas

Se conocieron en el momento menos oportuno.

No porque el destino lo prohibiera, sino porque ambos llegaban a la vida del otro cargando pesos que aún dolían, heridas de viejos amores que no sanaban y promesas rotas que ni el paso del tiempo había logrado borrar.

Pero eso nunca los detuvo. Se aferraron como si nada importara, como dos almas heridas que, en lugar de esperar a curarse, decidieron aventarse a lo desconocido e incendiarse juntas - o al menos eso parecía.

Ella, con su risa fácil y ligera, pero con ojos que escondían tormentas que prefería callar.

Él, con su encanto despreocupado y ese aire de libertad que, en ocasiones, parecía más una máscara que una realidad.

Desde el principio supieron que lo suyo no era común.

Su primera cita fue un torbellino perfecto, como esas que parecen salidas de una película: risas ruidosas, platicas interminables, miradas largas - de esas que hablan más que cualquier palabra que se atrevieran a decir, y una química que no se podía ignorar. 

La conexión fue inmediata. Incluso se sentía como algo de siempre. Era un magnetismo inexplicable, un click que no hacía sentido - como dos piezas que no debían encajar pero, de alguna manera, lo hacían perfectamente.

Tanto que, a la semana de conocerse, ya estaban juntos en un avión - compartiendo risas, miradas cómplices y esa energía que surgía cuando habías encontrado algo único. Las personas que se encontraban en su camino, los miraban y sonreían, asumiendo que debían llevar una eternidad juntos. La conexión que tenían era tan natural, tan evidente, que parecía imposible creer que apenas estaba comenzando.

Juntos eran todo lo que no buscaban, pero incluso el Universo se detenía para admirar esa hermosa coincidencia cuando estaban existiendo uno cerquita del otro.

Él la veía como si fuera la única persona en el mundo. En cada mirada había algo más, algo que ella no podía descifrar, pero que la mantenía ahí, atrapada en una montaña rusa de emociones.

Una vez, en medio del ruido, el tiempo se detuvo y ella le confesó:

“Mis mejores risas son contigo”.

Y no mentía. Sí, tal vez se le escapó pensando que él no lo recordaría al día siguiente y que sus palabras pasarían desapercibidas - pero no importaba, para ella eran tan reales como el caos que vivían juntos.

Eran todo y nada al mismo tiempo. Eran luz y sombra - y en ese baile se sintieron vivos. Tan vivos que dolía. Tan vivos que rozaban el extremo. Juntos eran el alma de la fiesta, el centro de esas noches interminables donde el mundo parecía no importar - de esas que dejaban estragos al día siguiente.

Pero también podían ser un refugio: quedarse en casa en completo silencio, sin distracciones, sin ruidos - solo ellos y la tranquilidad que encontraban en lo simple, la calma que encontraban en lo cotidiano.

Él la sacaba de su zona de confort, llevándola a lugares donde ella nunca pensó llegar, la empujaba a hacer cosas que nunca había imaginado, sacando a relucir su lado más salvaje.

Y ella lo introducía a mundos nuevos a través de palabras, canciones, ideas y momentos simples que se convirtieron en su hogar. Le mostró una calma que no sabía que necesitaba, invitándolo a explorar rincones tranquilos que nunca habría imaginado disfrutar. “Me das paz”, le decía mientras se acurrucaba en su pecho otra noche más.

Pero, en el fondo de su alma, la advertencia que llegó desde un inicio le quitaba la quietud: “No sirvo para las relaciones. Te voy a terminar lastimando”. Lo dijo con una sinceridad brutal, como si quisiera ahuyentarla antes de empezar. O como si fuera una máscara con la que llevaba demasiado tiempo - como esa mentira que él mismo se quería creer por miedo a salir lastimado.

Él siempre meditaba cada paso que daba. Cada palabra, cada decisión, cada mirada, llevaba el peso de su miedo. Había sido herido antes y la idea de volver a abrirse lo aterraba. Para él, amar era como caminar sobre hielo delgado, siempre midiendo, siempre frenándose. Y es que, con ella, todo se sentía demasiado real - tan intenso, tan genuino, que lo abrumaba. La última vez que se había entregado así, lo rompieron en pedazos y todavía cargaba esas cicatrices.

Ella, en cambio, era todo lo contrario: se entregaba libremente, dejaba que el amor la inundara, aunque supiera que podía doler. Esa diferencia fue una chispa que encendió su conexión, pero también un abismo que nunca supieron cruzar. Y ella, con su complejo de salvadora, creyó que sería diferente, que juntos podrían salvarse del caos que llevaban dentro. 

Y así, las noches juntos se convirtieron en su abrigo. A veces, dormían abrazados como si el mañana no existiera. Otras, se daban la espalda - pero al amanecer, siempre había un roce, una caricia accidental que los acercaba de nuevo.

Juntos eran fuego. Esa chispa que podía alumbrar una ciudad o consumirla por completo. Cuando estaban bien, iluminaban todo, eran un incendio cálido, uno que daba vida, que llenaba espacios vacíos. Pero cuando estaban mal, el incendio era devastador, el fuego consumía, quemaba todo a su paso, dejándolos exhaustos, heridos y siempre con algo roto entre los dos. 

Una vez, entre confesiones que parecían robarle el sueño, él le dijo:

“Lo que más me rompería sería pensar que has vivido o vivirás esto con alguien más”.

Ella quiso explicarle que cada vivencia es única, que lo que se comparte con alguien nunca pierde su valor porque exista algo más allá - que lo que habían creado juntos era suyo, irrepetible, imborrable. Pero él nunca lo entendió. Su miedo a ser reemplazado lo mantenía atrapado, incapaz de ver que lo que se habían dado ya era eterno de alguna manera.

Las peleas eran intensas, las palabras cortaban y el orgullo los separaba.

Sin embargo, él siempre encontraba una manera de acercarse. Tenía una capacidad mágica de hacerla reír como nadie más podía hacerlo. Incluso cuando parecía imposible, después de las peores peleas - bastaba una broma o un gesto para derrumbar esas barreras que ella se había vuelto experta construyendo. Y aunque ella intentaba resistirse, siempre cedía - porque, ¿cómo no hacerlo? Cuando reían juntos, parecía que todo estaba bien.

De hecho, una vez, entre risas y una plática que parecía insignificante, él le dijo: “Creo que eres la indicada”. Ella nunca supo si intentaba convencerla a ella o a él mismo. Y es que jamás logró descifrarlo por completo, y tal vez por eso la atrapó. Todos los hombres que había conocido antes de él eran tan predecibles, tan fáciles de leer. Pero no él. Él era un rompecabezas que no terminaba de armarse, un misterio que la mantenía alerta, y en ese caos, ella se perdió.

La comunicación nunca fue su fuerte. Cuando ella intentaba expresar su necesidad de algo más, él lo tomaba como un juego, dejándola con palabras atascadas en la garganta. Ella quería profundizar, pero él se escondía detrás de su ligereza, como si no pudiera soportar el peso de lo real. Ella quería algo estable, algo sincero. Él todavía estaba dividido entre el deseo de estar con ella y la vida de libertad que no quería soltar - ambos venían rotos y aunque se esforzaban, nunca se abrieron por completo, por miedo a que el otro se fuera.

Terminaron tan rápido como empezaron. Lo que comenzó como un torbellino de emociones terminó de la forma más silenciosa posible. No hubo gritos, ni dramas, ni grandes promesas, ni despedidas épicas. Solo un adiós silencioso y vacío que se instaló entre los dos, como si ambos supieran que ya no había nada más que decir. Como si el fuego que los había consumido hubiera dejado solo cenizas. Y así, la intensidad que los unió fue la misma que los rompió. 

Ella pensó que sería diferente, que el amor podía sanar todo - que lo salvaría, que se salvarían juntos. Pero al final, entendió que algunos amores no son para quedarse, sino para enseñar lo que no queremos repetir. 

Y sí, a veces, piensa en él. En aquella servilleta donde, mientras ella hacía garabatos distraídos, él escribió palabras simples, pero cargadas de un peso que todavía resuena en su mente, como un eco que se niega a desvanecerse. Nunca supo si esas palabras eran para ella, para él mismo, o para todo eso que no se atrevieron a ser juntos. Pero si algo es certero, son las noches que pasaron en donde las risas eran tan fuertes que el mundo parecía más liviano. Las miradas que no necesitaban traducción ni explicaciones, porque lo que sentían se decía sin palabras. Y claro, las canciones que compartieron y que se convirtieron en recuerdos imborrables.

Pero también piensa en las grietas, en las palabras que nunca se dijeron, en los momentos en los que ambos eligieron callar por miedo o por orgullo - y en las oportunidades que dejaron pasar.

Ahora, el tiempo los ha separado. No se han vuelto a ver, y probablemente sea lo mejor.

Pero a veces, cuando escucha la radio y suena alguna canción que le enseñó, ve a alguien vendiendo flores en la calle, cuando recuerda una de sus risas, ese corcho de vino o esa quemada en el sillón - es imposible no pensar en lo que fueron y preguntarse: ¿qué habría pasado si no hubiera sido el momento equivocado? ¿en algún otro momento, las cosas hubieran sido distintas?

¿en otro mundo,

en otro tiempo,

en otra vida,

hubieran encontrado el valor 

para quedarse,

para hablar, 

para luchar,

para atreverse a estar juntos?

Le gusta pensar que sí. Que quizá en otra realidad aprendieron a domar la chispa sin apagar el fuego. Quizá se encontraron con menos miedo y con más valor. Quizá dejaron a un lado el orgullo, hablaron las cosas y lograron encontrar un equilibrio entre todo ese caos, aprendiendo a hacerlo funcionar.

Pero, al final del día, son puras suposiciones. Y siendo sinceros, la respuesta ni siquiera importa. Porque cuando alguien es la persona correcta, no debería existir "el momento equivocado". Porque puede que las condiciones no sean perfectas - pero cuando realmente quieres a alguien, te esfuerzas porque funcione, porque la conexión es más fuerte que las dudas, porque encuentras maneras de salvar todo eso que vale la pena.

Pero en este caso no fue así. Ambos tenían miedo, ambos dejaron que el orgullo y las heridas pesaran más que el deseo de intentarlo.

Esta vez no fueron más que un hermoso caos, una advertencia que no escucharon, un amor tan intenso que dolía, y tan breve que se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos.
Se cruzaron como dos cometas en el cielo: brillaron con fuerza, dejaron una estela - y luego desaparecieron en direcciones opuestas.

Porque en esta vida hay que entender que a veces, lo más profundo del amor no está en lo que dura, sino en lo que deja. Porque algunas historias no están hechas para seguir, sino para arder intensamente, dejando un eco que, aunque duela, siempre recordarás. 

Ella lo piensa y sonríe con melancolía, pero en lo más profundo de su ser sabe algo con claridad: merece un amor que no duela, que no sea una batalla constante, que no dependa de aprender a sobrevivir al caos. Merece un amor que fluya, que no sea difícil - un amor que la elija todos los días, sin miedo, sin dudas, sin reservas. 

Y aunque él ya no está, esa certeza brilla más fuerte que cualquier recuerdo. Porque a veces, el final de una historia no es un fracaso, sino el principio de otra - más libre, más real, más pura, más ligera, y tal vez más feliz. 




— m.f. // Entre el caos 
y las cenizas

viernes, 20 de diciembre de 2024

El peso de quedarse, la libertad de irse

 

En el rincón menos esperado y sin siquiera buscarlo, dos almas se encontraron una noche de verano.

Sus miradas se cruzaron, e inmediatamente tejieron una conexión que parecía la continuación de una historia de otra era, con hilos que debían provenir de otro mundo - de otra galaxia.

Pero en su travesía, se detuvieron para descubrir que el universo mentía - mientras una soñaba, el otro dormía.

Había amor, mucho amor… pero también un abismo enorme, una brecha que ninguno de los dos sabía cómo cerrar - y que crecía y crecía con cada día que pasaba.

“Te amo”, ella decía, “pero mi alma grita, hay un fuego en mi pecho que simplemente no se limita y no me deja estar tranquila”.

Él respondía: “Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? ¿qué más necesitas? ¿no es suficiente esta calma, esta paz? El amor que nos tenemos nos sostiene, no necesitamos nada más. Quédate conmigo, no busques más allá”.

Y, sin darle tantas vueltas, ella pensó que tal vez él tenía razón. Al final del día, ¿no era el amor lo más importante? ¿lo que muchas personas pasan toda su vida buscando? ¿no valía la pena frenar, anclar sus sueños y bajar su velocidad con tal de vivir la calidez de su compañía?

Pues durante mucho tiempo así fue, caminaron de la mano, al mismo ritmo. Soñaron juntos, se acompañaron en sus pasos - y en sus tropiezos, siguiendo el mismo horizonte. Hubo risas, planes y una sensación de estar construyendo algo sólido, algo real, algo con sentido. Pero con el tiempo, algo cambió. Ella comenzó a moverse más rápido, no porque quisiera dejarlo atrás, ni porque quisiera huir de él, sino porque la vida la llamaba a avanzar, a descubrirse y a retarse de maneras que no podía seguir ignorando.

Pero cada paso que ella daba hacia adelante, él la sujetaba con delicadeza. Una delicadeza que casi rozaba el territorio del miedo. Ese miedo que lo invadía, sabiendo que cualquier paso en falso podría afectar esos patrones del universo que los mantenían unidos. Ese miedo de que el amor que existía entre ellos se desdibujara si avanzaban demasiado rápido. Ese miedo de soltarla y - perderla.

Y ella, ella quería seguir volando, pero sentía el peso de su mano, su voz pidiéndole que se quedara, que no arriesgara tanto, que lo que tenían era suficiente. Su-fi-cien-te…

Y así, pasó el tiempo. Pero desde su ventana, ella todas las noches miraba el cielo. Y con hambre de estrellas, soñaba con conquistar cada rincón que su mente imaginaba y descubrir lo que podía llegar a ser, si realmente se daba la oportunidad. Su corazón latía al ritmo de lo desconocido, de los retos, de los cambios, de las promesas que el futuro le susurraba y de las infinitas posibilidades que la vida tenía reservadas para ella, si simplemente se atrevía.

Ella quería que él la acompañara, que se sumara a esa aventura, que juntos pudieran crecer y descubrir nuevas versiones de sí mismos, impulsándose mutuamente a ser mejores cada día.

Pero él no quiso - o no pudo hacerlo.

Él buscaba raíces, atado a sus huellas y a un pasado profundo - y lejano, se sentía cómodo en su ritmo, en lo que ya conocía. Valoraba su zona de calma, su quietud. Amaba su lugar, su rutina, la estabilidad que trae todo eso que no cambia - aunque probablemente necesite cambio.

Ella trató de frenarse, de ajustar su paso para coincidir con el de él, pero en el fondo sentía que quedarse significaba renunciar a todo lo que anhelaba.

Y al final de cuentas, su amor era un refugio, un hogar que construyeron juntos, lleno de magia, planes y sueños. Sueños compartidos que, por mucho tiempo, fueron suficiente para ambos. Era cálido, seguro, cercano, repleto de recuerdos, de risas, de chistes locales y de bailes en la cocina. Todo lo que mucha gente muere sin haber experimentado.

Pero, con el tiempo, las risas se convirtieron en discusiones, las discusiones en gritos - y los gritos en silencio. Ese silencio que aparece después de intentar ser escuchada tantas veces – sin éxito. Ella trató de explicarle cómo se sentía, qué necesitaba. Le habló, una y otra vez, expresando su inconformidad, sus miedos, su dolor, su infelicidad. Le pidió que la escuchara, que la entendiera, que mirara lo que estaba pasando… que avanzara con ella, que cambiaran juntos antes de que todo se derrumbara.

Pero él no lo hizo, y cuando finalmente decidió intentarlo, ya era tarde - el desgaste ya era irreversible. Cuando finalmente decidió actuar, lo que alguna vez habían compartido, ya se había desvanecido. Lo que alguna vez los había unido, ya se había fracturado… y el amor que tenían el uno por el otro - tristemente, ya no era suficiente para reconstruir tanta ruina.

Y ese hogar que algún día construyeron juntos, que tanto habían soñado - comenzó a pesarles. Y se dieron cuenta de que en lo profundo de sus cimientos había algo que ninguno de los dos podía ignorar.

Ella tenía un matiz enorme de sombras y miedos. Venía de un hogar roto, de relaciones que le habían enseñado a protegerse demasiado, a construir muros en lugar de puentes, a desconfiar de los “para siempre”. A veces no sabía cómo amarlo correctamente y aunque quería aprender con todas sus fuerzas… tenía tantas áreas de oportunidad, tantas heridas que sanar, tantos errores que había cometido por miedo, por orgullo, o simplemente por no saber hacerlo mejor.

Él cargaba con fantasmas del pasado que se negaban a soltarse. Vicios heredados, traumas nunca hablados, heridas mal cerradas y un peso que, aunque él intentaba esconder, siempre estaba ahí, haciéndola de mal tercio. Un peso que no los dejaba avanzar ni construir algo para ellos.

Ella intentó ayudarlo, apoyarlo, ser un lugar seguro para él. Trató de equilibrar la carga – incluso de sostenerlos a ambos. Pero, con el tiempo comprendió que no podía salvarlo, no podía seguir luchando por los dos. Solo él podía liberarse de esas cadenas, y aunque lo amaba, no podía quedarse atrapada junto a él, esperando a que eso sucediera.

Y entonces, ese hogar que tanto habían soñado y que si bien, seguía siendo un lugar hermoso, lleno de recuerdos y promesas por cumplir, para ella dejó de ser un lugar en donde crecer. Ya no era un espacio en donde ella pudiera florecer, sino uno en donde sentía que se marchitaba lentamente. Ese hogar, tan especial para ambos - se volvió poco a poco en uno inhabitable para ella.

Y no, no era culpa de él ni de su amor. Simplemente, los pesos que él cargaba, también la detenían a ella. Su alma anhelaba algo más, algo que no podía encontrar quedándose. Lo que él veía como estabilidad y seguridad, ella lo empezó a sentir como una prisión. Cada esquina, cada escalón, cada cuarto, se convirtió en un ancla que la detenía, que la hacía sentirse más pequeña, más estancada.

Y fue así como la respuesta llegó con una claridad que le dolió más de lo que se imaginaba: “Te amo, pero me pierdo a mí misma en cada segundo que me quedo… mi alma me exige algo más grande”. Supo entonces que su hogar ya no era ahí. Y que el amor que se tenían, aunque fuera inmenso, no bastaba. De amor no se vive y cuando el alma se siente encerrada, absolutamente todo lo demás se desgasta.

Ya sabía lo que tenía que hacer, pero la simple idea de irse, de alejarse de él, era inimaginable. Durante - lo que se sintió como una eternidad, luchó contra sus propios pensamientos, lloró en silencio, y se cuestionó si de verdad podría soportar una vida sin él. Simplemente el hecho de pensar en un futuro donde él no estuviera - le rompía el corazón.

Pero sabía, en lo más profundo de su ser, que quedarse, aunque fuera por amor, no era justo y que significaría traicionarse a sí misma - una vez más. Se dio cuenta de que permanecer significaría apagar su propia luz. Que el amor no debía ser un ancla, ni cadena, ni prisión… sino un viento a favor, algo que te impulsara a ser más, no menos. Comprendió que no podía detenerse y que para avanzar debía elegirse a ella misma, incluso si eso dolía.

Así que lo soltó. Con lágrimas en los ojos y con una profunda tristeza en el corazón, decidió que debía irse…

Y mientras tomaba camino, la invadió un ligero hormigueo de emoción y esperanza, porque por primera vez en mucho tiempo, sintió que tenía espacio para poder aprender a estar sola, para conocerse plenamente… sin límites, sin expectativas, sin exigencias. Sabiendo que merecía - y no solo merecía, sino que se debía a sí misma el descubrir hasta dónde podía llegar.

Porque avanzar era más que simplemente dejar atrás - era la oportunidad de perderse para encontrarse. No porque quisiera huir de él, sino porque quería ser más de lo que ya era. No porque dejara de amarlo, sino porque amarlo no era suficiente si no sabía amarse a ella misma. No porque quisiera olvidar, sino porque necesitaba el espacio para atender sus propias necesidades, llenar sus propios vacíos, enfrentar sus propios fantasmas, superar sus propios miedos, soltar sus propios pesos y - sobre todo, entender quién era y quién quería llegar a ser, sin depender de él ni de nadie más.

Necesitaba avanzar, sanar, aprender, crecer, evolucionar y descubrir cómo ser su mejor versión, y eso solo podía hacerlo desde su soledad.

Y sí, el amor seguía ahí… pero indudablemente, ese ya no era el amor que ambos merecían.

Entonces, entre lágrimas dulces - no saladas, se dijeron adiós.

Ella partió con su fuego encendido. Entendiendo que, aunque lo amaba, primero tenía que elegirse a sí misma.

Él se quedó en su mundo. Firme en el lugar que siempre quiso habitar… aunque algo perdido, dolido e inconforme con la decisión que sentía que - tal vez, alguien más había tomado por él.

Ella lo miró por última vez y deseó - con todo su corazón, que él encontrara la paz que necesitaba, que pudiera sanar y descubrir lo que realmente lo llenara. Que ese mundo que inconsciente o conscientemente había elegido tantas veces, le trajera de verdad el amor que merecía. Que encontrara la fuerza para dejar atrás sus pesos, que pudiera sanar sus heridas y vivir plenamente, aprendiendo a ser feliz - aunque fuera sin ella.

Y entendió que lo que tuvieron había sido simplemente maravilloso, y que lo llevaría con ella siempre. Así como la intención de cambiar, de mejorar, de ser alguien que pueda amar sin miedos ni ataduras.

Y si bien, la historia con él se había convertido en uno de esos capítulos tan buenos que te cuesta pasar de página - ahora era tiempo de seguir por caminos distintos.


Todavía le gusta pensar que, al despedirse, ambos entendieron que - aunque se amaron profundamente, el amor no siempre significa caminar juntos. Y que a veces no es suficiente para sostenerlo todo. Que a veces no significa aferrarse, sino dejar ir con gratitud y esperanza.

Que dejar ir, aunque sea lo más difícil, también puede ser un acto de amor. Porque soltar no siempre significa rendirse, ni avanzar es un acto de egoísmo, sino de fe en que ambos merecían crecer y reconstruirse - aunque fuera por separado.

Y entender que, en esa decisión - aunque sea dolorosa, hay algo profundamente hermoso: el deseo de que cada uno florezca, a su propio ritmo, a su propia manera, sin los pesos que los mantenían unidos y felices (a medias), pero estancados.

— m.f. // El peso de quedarse, 
la libertad de irse.