El destino no es algo escrito,
es algo que se reconoce,
que llega un día sin esperarlo.
Por ejemplo,
cuando yo te vi
supe inmediatamente
que me enamoraría de ti.
Pero al no ser una ciencia exacta,
no podía saber
si tú me querrías también,
si se daría algo entre nosotros,
si terminaríamos haciéndonos daño o no.
Tampoco podía adivinar si tu tacto
sería suave o áspero,
cómo sería el sabor de tus labios
o si después de muchos altibajos
terminarías cansándote de mí,
de mi malhumor y
mis comentarios fuera de lugar
o si yo terminaría renunciando
a lo adictiva que parecía
la incertidumbre a tu lado.
Porque en efecto,
el destino no está escrito en piedra.
Es sólo una fuerza que nos junta o separa
y nos hace chocar contra
lo que la vida nos tiene preparado.
¿Qué hubiera pasado si aquél día
no hubiera volteado yo a tu dirección?
¿o si algún imprevisto te hubiera impedido
llegar a ese encuentro que nadie planeó?
De todos los lugares en los que podía estar,
estuve en el preciso momento
para verte suceder frente a mí,
qué maravilla,
qué fortuna.
El destino es caprichoso,
sí, pero quién no.
El destino es inevitable, también,
pero somos nosotros los que decidimos
adentrarnos a lo que nos tiene preparado
o simplemente ignorarlo.
Entre todas esas cosas
que ya me sé de memoria,
desde que te conocí,
mi regla número uno es
siempre aceptar lo inesperado.
— m.f. // El destino