Nunca planeamos esto.
No estábamos hechos para encontrarnos,
o eso creímos durante años.
Dos estrellas orbitando el mismo cielo,
conscientes de la existencia del otro,
pero siempre manteniendo una distancia segura,
como si el Universo supiera que hacernos chocar
sería igual de épico que destructivo.
Pero, un día de la nada, pasó.
Quizás fue un accidente.
Quizás el Universo se distrajo
lo suficiente como para permitirnos
irrumpir en la vida del otro,
rompiendo todo lo establecido.
Y de pronto, ahí estabas,
en mi espacio, en mi tiempo,
ignorando todas esas reglas que alguna vez nos alejaron.
Rompimos tantas de esas juntos...
Compartimos risas que se sentían como huracanes
y silencios que de alguna manera lograban decirlo todo.
Había una química que quemaba,
que nos encendía y nos consumía a la vez
- y una conexión que era caos
y perfección en la misma medida.
Como si nuestras piezas,
aunque rotas,
encajaran demasiado bien.
Dormimos juntos muchas noches,
enredados en una intimidad
que iba más allá del cuerpo,
que a veces se sentía como un hogar
y otras como una tormenta.
Compartimos madrugadas que parecían no tener fin,
y canciones que hablaban por nosotros,
como si cada acorde supiera lo que no nos atrevíamos a decir.
Había momentos de ligereza,
de esa alegría que no necesita explicación.
Pero entre las risas y la música,
había una verdad que yo no quería aceptar.
También estaban los excesos,
los vicios que disfrazábamos de conexión.
Eran noches largas donde nada parecía real,
y días que amanecían vacíos,
con una sensación de cansancio
que ni el sueño más reparador podía quitar.
Tu compañía era como esas noches de verano
que deberían dejarte sin aliento,
pero que al final solo te hacen sentir cansada,
con un hueco que no sabes cómo llenar.
Tu humor era tu escudo,
una forma de esquivar lo incómoda
que puede llegar a ser la realidad.
Y aunque tus bromas llenaban los silencios,
también dejaban heridas.
Entiendo que con cada chiste,
intentabas aligerar el peso.
Pero tus comentarios, tus comparaciones,
a veces me herían.
Y aunque sé que no lo hacías con maldad,
me dolían igual.
Y en silencio, aprendí a cargar con esas heridas
y callarme las cosas.
Con el tiempo, vi más allá de tu fachada.
Llegué a conocer tus miedos,
tus inseguridades,
tu vulnerabilidad oculta,
todo lo que escondías detrás de tu risa fácil,
todo lo que quizás nadie más había visto.
Y sé que eso te asustó.
Te vi como realmente eras,
y creo que eso te hizo retroceder.
No por mí.
Sino porque al ver tu reflejo en mis ojos,
creo que viste lo que podrías llegar a ser,
pero también la versión de ti que tendrías que dejar atrás
para convertirte en eso que yo necesitaba.
Porque avanzar conmigo significaba cambiar,
dejar atrás la versión de ti que te era cómoda,
que te hacía sentir seguro,
a la que estabas tan acostumbrado.
Y aunque sabía que había algo frágil en ti,
algo roto que intentabas ocultar,
me atreví a mirarte con ojos de amor.
Y esa vez,
cuando mis ojos te buscaron de verdad,
me dijiste, casi susurrando:
“No me mires así”.
Como si mis sentimientos pudieran derrumbar
esas barreras que tanto te había costado construir.
Como si en mi mirada pudieras caer.
Como si mi amor fuera ese laberinto
del que no sabrías cómo encontrar la salida.
Quizás fui demasiada paz para ti,
pero tú, por otro lado,
tú me robabas la paz.
Entre risas y caricias,
nuestros encuentros estaban marcados
por excesos, vicios compartidos y desvelos
en esas madrugadas que se sentían efímeras
pero que dejaban un vacío
que no se llenaba al amanecer.
Y, eventualmente,
me confundí entre esa neblina
y creí haber encontrado algo
entre lo que parecía placer
pero también era desgaste.
Al final de cuentas,
entendí que nuestro intercambio de energía era desigual.
Yo daba y daba,
y tú tomabas,
como si mi energía pudiera sostenerte,
como si mi luz pudiera llenar ese hueco
que no querías mirar.
Pero yo me agotaba.
En ese intercambio desigual,
perdía partes de mí.
Cuando te fuiste lejos,
la distancia hizo lo suyo
y me dio la claridad que necesitaba.
Tú estabas en otro lugar, con otras personas.
Yo también.
Y aunque probé otras risas y otras manos,
ninguna conexión se sintió como la nuestra.
Pero tampoco se sintió tan desgastante.
Dejé a un lado lo que no me aportaba,
me enfoqué en lo que realmente importaba:
mi bienestar, mi paz,
mi plenitud, mi reconstrucción,
mi camino,
en mí.
Me alejé del caos que confundía el placer con el desgaste
y, poco a poco, entendí que mi energía es mía.
Que puedo compartirla, sí,
pero nunca más regalarla.
Cuando regresaste,
pareció que el tiempo no había pasado.
Como si hubiéramos retomado en donde lo dejamos.
Volvimos a lo mismo.
A los chistes, a las canciones,
a las madrugadas que parecían repetirse como un eco.
Todo parecía igual:
las risas, la química,
el vértigo de estar juntos.
Pero esta vez era diferente.
Había algo en tus ojos,
algo que buscaba aferrarse a mí.
Como si intentaras convencerme
- o convencerte -
de que podías ser lo que yo necesitaba,
de que podías darme lo que buscaba.
Y aunque me dijiste desde el principio
que no me enamorara de ti,
al final, creo que fuiste tú quien se enamoró.
Incluso me lo confesaste esa vez,
quizás influenciado por el alcohol
o por una noche que parecía no tener fin.
Pero, como haya sido,
esas palabras no fueron suficiente.
No porque no las sintiera genuinas,
sino porque sabía que no podías sostenerlas.
Además, esta vez yo veía todo con claridad,
y aunque esa frase me hizo temblar,
no pude decírtela de regreso.
No porque no te quisiera,
sino porque ahora sabía algo que antes no había entendido:
mientras tú te recargabas de mi luz,
yo me quedaba vacía.
Y, por fin comprendí, que no eras parte de mi destino,
ni de mi mejor versión,
de esa que estoy construyendo,
esa que ahora quiero ser.
Y aunque vi en ti el potencial de ser alguien diferente,
alguien mejor,
entendí que no era mi responsabilidad esperarte.
No podía quedarme contigo por la persona que podías llegar a ser.
Porque, al final del día,
somos lo que somos.
Y, francamente,
a mí no me gustaba la persona que era cuando estaba contigo.
Te quiero, y siempre te querré,
pero en un rincón del pasado,
no del presente.
Porque ahora sé
que el amor propio empieza con soltar,
con aprender a dejar ir todo lo que pesa,
todo lo que duele más de lo que sana.
Espero de corazón que encuentres tu camino,
aunque aún no sepas cuál es.
Que descubras quién eres y quién quieres ser.
Que encuentres lo que buscas
y lo que te llene.
Yo, por mi parte, quiero algo más.
Quiero seguir adelante,
seguir construyendo mi realidad,
mi plenitud, mi paz.
Quiero elegir lo que me suma,
lo que me hace crecer,
lo que me acerca a la persona que quiero ser.
Quiero encontrar mi destino
y llenarlo de luz,
de paz,
de amor propio.
Te agradezco por las lecciones,
por mostrarme lo que quiero
y, sobre todo, lo que no.
Por ayudarme a entender que mi energía es valiosa,
que no tengo que perderme
para que alguien más se encuentre.
Y que mi luz es mía
- y que nunca más la voy a desgastar
intentando iluminar a alguien más.
Te dejo con mis mejores deseos,
con gratitud por lo que fuimos
y por lo que me ayudaste a ver en mí.
Creo que a veces, las estrellas están destinadas
a brillar en cielos diferentes
y está bien.
Sé que cuando piense en ti,
en lo que fuimos,
me quedaré con lo bueno.
Pero también con la certeza
de que mi vida sigue adelante,
tal vez vacía de ti,
pero llena de todo lo que merezco.
Espero que un día mires atrás
y entiendas que este caos
fue un paso más hacia tu destino.
Porque aunque yo no he encontrado el mío,
hoy sé que no está contigo.
Hoy sé que nuestros caminos no son el mismo.
Mis pasos ya no te buscan,
y mi corazón, aunque alguna vez te quiso,
ahora camina hacia algo más grande.
Hacia mí misma.
— m.f. // Nuestro colapso estelar
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